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MARIA JOSE ARDANAZ

ESTUDIO DE ARTE

AUTORRETRATO

          A ciento sesenta y cuatro centímetros del suelo se eleva la cabeza que  alberga  una memoria capaz y selectiva: recuerdos de sensaciones ya vividas y olvidos más o menos voluntarios.   La frente, sostenida por unas cejas finas que interrogan, encierra la experiencia de 55 años de camino. Los ojos, pera y miel, se siguen asombrando de la belleza y  saltones van en buscade la luz, del día, de la noche, del mar y de la tierra.  La nariz sobresaliente flanqueada por pómulos sencillos y orejas armoniosas, ventean aires nuevos. La barbilla, disfraza de arrogancia, se vuelve prominente con el único fin de vencer la timidez innata.           La boca una tronera por donde se dispara la ira para  los necios, un pozo que contiene besos para  el amigo, preguntas para los  padres,  risa   para los hijos, susurros en la noche…

 

         Del tronco destacan las costillas descaradas, cuadernas de un navío que  continuará su singladura, a veces temeroso, otras enardecido, las más placidamente hasta el necesario desguace.  De él  brotan dos ramas largas, muy largas, como si quisieran abarcar el mundo en un abrazo, dos ramas  que, a menudo, sirven de cerco a la soledad buscada. Las manos, caprichosas, se embarcan en proyectos que nunca finalizan, se aburren indolentes y se escabullen de tediosos compromisos.  Son las mismas  manos que,  ansiosas de que otras pieles se fundan con la suya, reparten la caricia y en su sangre se enciende  la ternura que trepa por el brazo y llega al corazón y allí  se inflama, se expande e incontenible por pecas, pelo y ojos se derrama.

 

         El vientre conoció el hechizo y entre las huesudas caderas engendró dos hijos, dos límpidos navíos que pronto surcarán otros mares. Las largas piernas  siempre dispuestas al paso corto del paseo, del deleite, del bisbiseo de la confidencia y aún más largas para la zancada de la huida.  Los pies, ahora moldeados por la infernal plantilla, un día fueron tan planos como la superficie de la tierra que siempre quieren pisar.  Esa tierra que vivificó  la semilla que un día se hizo árbol, se adornó  con las  flores de la primavera, los frutos refrescantes del verano y que hoy pretende llenar sus hojas de sabiduría para tapizar con ellas el otoño y concluido fundirse nuevamente con la tierra en el invierno.

 

 

 

 

 

María José Ardanaz

Las Arenas, 28 de Enero de 2006

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