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MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE

El amor tiene sus caprichos

                Siempre había deseado hacer ese viaje, desde hace años lo tenía metido entre ceja y ceja y, por fin, había llegado el momento.

                Cargué mi mochila, llegué al aeropuerto, subí al avión e inmediatamente pusimos rumbo a mi sueño.

                Tenerife me atraía desde niño, sólo con pronunciar su nombre me entraba un cosquilleo en el pecho que me llenaba de felicidad.  Siempre que podía compraba una guía turística, un libro y escuchaba con avidez cualquier noticia que de la isla se tratara.

                Me hospedé en La Orotava, una fascinante ciudad que supera con creces todas las descripiciones y relatos que en guías y libros había leido. Disfruté de su casco historico que ha sabido mantener su esencia a pesar del paso del turismo. Recorrí los pueblecitos cercanos, los paisajes insospechados de lava, roca y tierra  rojiza y me sacié de su sabrosa gastronomía.

                Ya se acercaba el final de mis vacaciones.  Como broche de oro había reservado la visita al Teide y emocionado subí al autobús que me conduciría hasta sus faldas.

                Una muchacha rubia, pecosa, y con unos ojos color pera y miel  que quitaban el hipo se sentó a mi lado.  Nos miramos con simpatía, nos saludamos con educación y nos enfrascamos en una vana charla ensalzando la belleza de la isla.

                El sólo roce con su brazo me provocaba una excitación fuera de lo normal que trataba de disimular dando vueltas y vueltas al folleto que llevaba en la mano.  Ella a cada roce sonreía y poco a poco nuestros brazos se fueron juntando para no separarse hasta llegar al final del trayecto.

                En el teleférico ya agarré su mano y ella, con la disculpa del miedo al vacío, se apoyaba en mi cuerpo y me abrazaba entre risas y grititos que a mi me sonaban a música celestial.

                El paisaje, el aire, el sol y cupido revoloteando sobre nuestras cabezas contribuyeron a que la excursión fuera todo un éxito.

                Ya de regreso, en el autobús, nos dimos los primeros besos, dulces y tímidos. Las palabras sobraban y únicamente reinaban las miradas.

                Cenamos en la terraza de un pequeño restaurante.  La majestuosidad del Teide se alzaba ante nuestros ojos y el sol, ahora en retirada, teñía de unos tonos amarillos, rojizos, malvas y naranjas el cielo en el que yo creía estar.

                El potaje de berros y las “papas arrugás” no dieron mucho romanticismo a la velada, aunque la miel de palma animó bastante la conversación y empujaron nuestras promesas fera de nuestros labios.

              

                “Volveré todos los años” dije con mi enorme bocaza.

                “Te visitaré por fiestas de Bilbao”, dijo ella con su bella sonrisa.

                “¡El primer lunes a medianoche en la txosna de Mekagüen!” nos dijimos al cerrar la noche.

                Y aquí estoy, dando vueltas por el Arenal, ilusionado y temeroso, sin saber que va a pasar, creo ver su figura entre la gente pero nunca es ella y sigo esperando y esperando.

                Y es que ¿Saben? El amor tiene sus caprichos y entre tantas emociones se nos olvidó intercambiar los números de teléfono.

 

María José Ardanaz.

16 de octubre de 2019

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