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MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE

El gran día

          Diego llevaba unos días comprobando que cada vez que divisaba a Marieta se le producía aquel extraño escozor en las palmas de las manos a la vez que sentía algo así como un sobresalto  en la boca del estómago.  Le pasaba algo parecido siempre que subía las escaleras de D. Félix, pero la sensación desaparecía en cuanto se sentaba en el sillón y comprobaba que la visita al dentista no era para tanto.  Sin embargo con Marieta era diferente, el cosquilleo perduraba durante horas lo que hacía que no pudiera apartarla de su mente. Un inconsciente temor le forzaba  a evitar el encuentro con la chica.

            Aquella pelirroja  flacucha que el verano pasado trenzaba juncos en la orilla de la charca mientras que él y Mateo, su mejor amigo, atormentaban a las pobres  ranas, había regresado este verano completamente renovada. Diego no podía comprender cómo aquella desgarbada niña, en tan sólo unos pocos meses, se había convertido en una muchacha esbelta y torneada de ojos infinitos que rivalizaban con los destellos cobrizos que emanaban de su cabello envolviéndola en un aura fulgurante.

 

            El se había observado bien en el espejo y se veía igual que siempre, delgado, correoso, el flequillo rebelde caía despeinado sobre su frente, eso si, había dado un buen estirón y sobre el labio superior sombreaba un incipiente bigote.

 

            El ruido de una piedrita al chocar contra su cristal le saco de su ensimismamiento.

 

            -¡Eh chaval! ¿Qué haces? Llevo esperándote más de cinco minutos- Mateo impaciente se aferraba al manillar de su bicicleta mientras trataba de mantener el equilibrio sobre las dos ruedas frenadas–. Anda pesado, que se van a dormir las ranas.

 

            Atravesaron las calles del pueblo entre carreras y risas y ya estaban  a punto de torcer por la esquina de correos  cuando Diego se sintió cegado por un  resplandor rojizo que, con armoniosa cadencia, se acercaba.  Con el corazón desbocado ejecutó un caballito sobre la rueda trasera, seguido de un derrapaje controlado que frenó la bicicleta a escasos centímetros de los pies de la muchacha. El chavea sabía que estos alardes fascinaban a las niñas, por eso se quedó perplejo ante el gesto de disgusto que le dedicó Marieta

 

            -Hola Diego, veo que sigues haciendo las mismas animaladas de siempre  ¿A dónde vais?

 

            Y de nuevo sintió aquellas punzadas  que comenzaba en las palmas de sus manos y que, creciendo, se apoderaron  de sus brazos y su pecho, llegaron  hasta su boca y allí, como raíces sedientas, absorbieron hasta la última gota de saliva. Sin pensárselo dos veces arreó un pisotón al pedal al tiempo que se encaramaba en la bici y una vez alejado del turbador hechizo gritó -A la charca, vamos a la charca.

 

            Los días siguientes fueron un verdadero tormento, apostado detrás de los visillos atisbaba la calle en busca de su reina, revolvía el armario una y otra vez tratando de encontrar un  atuendo que le hiciera parecer mayor,  ensayaba peinados que inmediatamente destruía por lo ridículo del resultado y estudiaba ante el espejo diferentes ademanes que consideraba distinguidos. Pero lo peor de todo era el esfuerzo que le suponía contener aquel sentimiento que trataba de desbordarse por las niñas de los ojos y que estaba decidido a mantenerlo en secreto hasta que llegara el momento oportuno.

 

            Mateo, que no entendía nada, trataba inútilmente de sonsacar a su amigo –Pero Diego, ¿Qué te pasa?, ¿por qué no quieres salir a la calle? ¡Jo chaval! seguro que estás enfermo -.Y si algún día conseguía arrancarlo de las cuatro paredes de su casa contemplaba  perplejo como su amigo evitaba acercarse al kiosco, lugar de encuentro  habitual de la cuadrilla.  A Mateo le gustaba la cuadrilla, además este año habían descubierto la emoción de los guateques y no quería perdérselo por lo que poco a poco fue espaciando las visitas a su amigo.

 

            -Ahora si, ya ha llegado el momento- murmuró Diego contemplando satisfecho la imagen que el espejo le devolvía.  Su delgadez se cubría con un pantalón vaquero y un “cocodrilo” a rayas transversales azules y blancas, los apaches lustrosos hacían juego con el cinturón de piel que había birlado a su padre.  El pelo, por fin domado bajo medio litro de fijador, brillaba repeinado, sus ojeras teñidas de un  leve violeta le conferían cierto aire lánguido que él consideraba ciertamente favorecedor. Salió de su casa y se encaminó al kiosco en busca de la cuadrilla, con el rabillo del ojo vigilaba su porte en el cristal de los escaparates mientras se decía a si mismo –La primera impresión es la que cuenta. No hay duda, hoy va a ser el gran día, hoy Marieta caerá rendida a mis pies.

 

            -¡Toma! Si es Diego. ¡Eh chaval! ¿A dónde vas con esa pinta de lechuguino?- graznó una voz ahogada por la risa. Todas las miradas se volvieron hacia el callejón por donde el pipiolo acababa de hacer acto de presencia. Las carcajadas y las bromas asaetearon al desdichado que, desconcertado, se había parado en mitad de la plaza.

 

            -Bueno, ya basta- La voz de Mateo se alzó sobre el guirigay –A ver si os voy a tener que dar un par de leches, payasos, que sois una pandilla de payasos-

 

            Diego, agradecido, buscó con la mirada a su fiel amigo que en el centro de grupo amagaba capones con la mano izquierda mientras que con la derecha sostenía la de Marieta que arrobada no podía apartar la mirada del rostro de Mateo.

 

 

María José Ardanaz

Las Arenas, 18 de enero de 2005  

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