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MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE

El joyero

          Estaba decidida, esta vez nada ni  nadie le detendría.  Lo había planeado bien y sabía que éste era el momento oportuno y que si se daba prisa dentro de un par de horas todo habría terminado.

 

          Se dirigió a su habitación y al cruzar el vestíbulo echó una rápida ojeada al antiguo reloj de pared que su abuelo materno le regaló el día de su boda.  – Son las cinco menos diez -pensó- y Antonio no llega hasta las siete. Tengo tiempo suficiente-

 

          Bajó de lo alto del armario la maleta negra  y la deposito sobre la cama, sus dedos se crisparon sobre los cierres metálicos que cedieron inmediatamente dejando escapar un recuerdo muy lejano.  Y se vio a si misma  ataviada con aquel abriguito azul que tanto gustaba a su prometido, la maleta negra en la mano derecha mientras que la izquierda se apoyaba en el brazo de su satisfecha madre camino del que iba a ser su nuevo hogar.

 

          Desechó el recuerdo, no quería pensar, no tenía tiempo.  Abrió de par en par las puertas del armario e indecisa fue repasando cada una de las perchas y de nuevo brotaron  los recuerdos… -¡Ay Adela, hija mía, que insegura eres!, a ver si eres capaz de encontrar un buen marido que te proteja, sino no se que va ha ser de ti- Por eso su madre se puso tan contenta cuando le presentó a Antonio: alto, moreno, decidido, emprendedor y arrollador, un enérgico  y decorativo futuro yerno capaz de dirigir la vida de su pusilánime hija.

 

          El reloj dejó escapar sus campanadas, Adela las contó una a una, -Todo estaba bien- pensó -sólo son las cinco, aún tengo tiempo-.  Cogió algunas prendas al azar y las metió en la maleta.  Cruzó la habitación y antes de llegar a la cómoda se paró en seco, sus ojos escudriñaron aquella imagen que el espejo le devolvía y que ella se negaba a  reconocer -¿quién eres?- preguntó en voz alta –tu pálida delgadez me asusta, tu tristeza me abruma, quítate de mi vista,  tú no puedes ser yo. Yo siempre he tenido las mejillas sonrosadas y ese kilito de más que redondeaba mi figura y la sonrisa pronta y la risa cristalina. ¡Quítate de mi vista! No quiero ser tú- su propia voz le asustó. –Dios mío –pensó- ¿me estaré volviendo loca?

 

          Llegó hasta la cómoda, abrió el primer cajón y allí junto a los guantes y el abanicó de nácar, tapado por varios pañuelos de seda descubrió el joyero de plata que su madre le había regalado el día de su boda y que Antonio, periódicamente, se había encargado de llenar.  Con manos temblorosas lo sacó del fondo del cajón y lo abrió, su cuerpo se contrajo en un doloroso espasmo al divisar todos y cada uno de sus trofeos, tomó entre sus dedos una esclava de oro con tres diamantes incrustados –Tu fuiste la primera, llegaste justo a los catorce meses de la boda, bueno en realidad no me costaste tanto, sólo un airado zarandeo y algunos moratones en los brazos- un amago de sonrisa torció su boca –con que aflicción te trajo, tanto lloró que llegué a besar sus ojos- Depositó cuidadosamente la joya en su lugar y cogió una gargantilla  finamente labrada –Y tú ¿Cuándo llegaste? no fuiste la segunda  ni la tercera, ni la cuarta ¿tal vez la quinta?, no importa,  lo que no puedo olvidar es que aquel día mama vino a merendar, alborozada quiso que te luciera y ante mi terca negativa a quitarme el pañuelo que ocultaba mi vergüenza le dijo a mi marido “Antonio, tienes una mujer muy consentida, lo que necesita es mano dura” y se marchó enfadada. Dejó la gargantilla y sus ojos se posaron sobre una hermosa sortija de platino que engarzaba un perfecto brillante, trató de cogerla pero sus dedos  se apartaron rápidamente –Tu fuiste la mas cara, tres puntos en la ceja, el brazo en cabestrillo y dos días de clínica justificados con un accidente doméstico, ¡Qué bien supe actuar! hasta Antonio se sintió orgulloso.    Y así cuenta a cuenta fue desgranado el rosario de sus horrores.

 

          Dejó el joyero en el fondo del cajón y lo volvió a cubrir con los pañuelos de seda que lo ocultaron para siempre.  Abrió el segundo cajón repleto de lencería.  Allí estaba, en lo más profundo, su camisón de novia, lo sacó y admiró una vez más los finos encajes de valensié , aquellas diminutas lorzas bordadas por las primorosas manos de su abuela que enmarcaban un generoso y provocativo escote, aquella tela tan sutil que un lejano día dejó translucir su joven y armonioso cuerpo. –Que desperdicio-pensó- cuanta humillación y frustración escondieron este y todos los demás camisones.  Pero ¿para que recordar? Todo esto se acabó.

 

           Las campanadas del reloj se sacaron de su ensimismamiento –Santo Dios ¿Qué hora es?.   Una, dos tres….- Y así fue contando hasta siete.  La última campanada coincidió con el sonido tan temido de la llave al penetrar en la cerradura, su vello se erizó, sus dientes castañetearon, aún con el camisón en la mano corrió enloquecida, cerró la maleta y la escondió debajo de la cama, dos segundos después entró Antonio en la habitación

 

           -¿Que haces con ese camisón? No irás a ponerte semejante bodrio…-

 

           -No cariño, sólo estaba ordenando la cómoda.

 

 

María José Ardanaz

Las Arenas14 de Noviembre de 2004

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