MARIA JOSE ARDANAZ
ESTUDIO DE ARTE





MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE
El retrato
Todo comenzó cuando Félix y su mujer decidieron regresar al caserón familiar con el fin de prestar apoyo y compañía a Arturo, padre de Félix. El viejo arrastraba el final de sus días encerrado entre las cuatro paredes de su cuarto preso de un miedo irracional que los médicos achacaban a una demencia progresiva. Aquella figura encorvada no recordaba en nada al hombre irascible y violento que había amargado la vida a todos los que le rodeaban.
Al entrar en el vestíbulo los recuerdos golpearon a Félix como una bofetada y se vio a si mismo asido al dintel de la puerta de la cocina, mientras que su madre tendida en un charco de sangre trataba de contener la hemorragia nacida del agujero que un cuchillo asesino había dejado en su pecho. La madre, agonizante, clavó sus ojos en él y musitó unas palabras que el hijo nunca quiso escuchar. Segundos más tarde llegó el padre que sólo alcanzó a ver como su esposa exhalaba el último suspiro. Las pesquisas policiales poco pudieron aclarar y dos meses después de que se sellara la losa del panteón también se cerró el caso. Félix, desolado, dejó la casa paterna y se marchó a la capital. Años más tarde conoció a Amalia y se casó con ella. La mujer poco sabía de la tragedia ocurrida ya que desde el principio decidió respetar el mutismo de su marido
La casa no era tan lúgubre como Amalia había imaginado y una vez superados los inconvenientes de la instalación empezó a disfrutar de las tardes soleadas en el pequeño jardín que la rodeaba e imaginaba al hijo, que después de seis años de matrimonio había concebido, correteando entre las flores. En la parte trasera y adosada a la tapia se levantaba una caseta lo suficientemente grande, pensó Amalia, como para instalar su estudio de pintura y así evitar que los olores a óleo y trementina se extendieran por la vivienda. La puerta estaba cerrada con candado y varias maderas sujetas con gruesos clavos cegaban las ventanas.
Decidida subió las escaleras y golpeó con los nudillos en la puerta de la habitación de su suegro y sin esperar respuesta entró.
-Buenas tardes Arturo –el hombre no respondió-. Arturo, ¿podría darme la llave de la caseta que está al fondo del jardín? quiero airearla un poco y ver que se puede hacer con los trastos que … -El hombre saltó del sillón y comenzó a gritar
-No, no, eso no se toca, ahí no hay nada. Esa puerta no se puede abrir, si se abre se escapará… -.Agitado cruzaba la habitación mientras desvariaba.
-Tranquilo, no se preocupe, ya hablaré con Félix.
El matrimonio decidió evitar disgustos al viejo y sin que este se enterara descerrajaron la puerta y desatrancaron las ventanas. Un armario ropero presidía la habitación, a su lado una mesilla, una cómoda, una alfombra enrollada y dos o tres sillas. El cabecero de una cama sobresalía por detrás del armario y junto a la ventana un butacón soportaba lo que parecía un cuadro cubierto con un paño negro.
Félix dio un respingo y salió apresuradamente de la estancia –Son los muebles de la habitación de mi madre –susurró. La impresión le había hecho palidecer-. Lo siento Amalia, no quiero saber nada de estos trastos, puedes hacer lo que quieras con ellos, pero no lleves nada a la casa.
Comprensiva, decidió encargarse ella sola del desalojo, aunque, pensándolo bien, aquellos muebles podrían servirle para almacenar lienzos y utensilios. Abrió la puerta del armario y un intenso olor a naftalina se esparció por la habitación. Sus dedos se deslizaron por los inertes vestidos como si acariciaran a aquella mujer que nunca había conocido. Abrió los cajones y allí, en perfecto orden, descansaban los objetos personales de su suegra: varios pañuelos, algunos pares de medias, un abanico, una mantilla de fino encaje junto a un misal de tapas enmohecidas, un rosario y algún que otro recuerdo de momentos felices. Los zapatos se alineaban, perfectamente pulidos, como esperando a su dueña. Un sentimiento de simpatía hacía su suegra comenzó a crecer en Amalia, a la vez que una honda pena se iba instalando en su corazón. -Pobre Félix –pensó- cuanto ha tenido que sufrir. No es extraño que evite hablar de su madre.
Oscurecía cuando abrió el cajón de la mesilla, en su interior encontró una caja de cartón blanca en cuya tapa, sujeta con un cordón rojo, se leía un nombre: “Daniela”. Presa de una creciente inquietud la tomó en sus manos, deshizo la lazada y levantó la tapa. Una ráfaga de airé gélido cerró la puerta de golpe, Amalia se giró sobresaltada y un grito se escapó de su garganta al ver que, recostado sobre el respaldo del butacón, un rostros de ojos profundos e hipnotizadores le miraba.
A la mañana siguiente se levantó entumecida. Su sueño, habitualmente apacible, había estado presidido por las pesadillas. Ella no era una mujer que se asustara fácilmente así que, tras una larga ducha y una taza de café bien cargado, se dirigió a la caseta, abrió la puerta y con recelo dirigió sus ojos a la butaca. El paño que cubría el cuadro estaba rasgado dejando al descubierto la figura de una pálida mujer de cabellos oscuros cuya serena belleza cobraba fuerza en unos ojos negros que invitaban a perderse en ellos. En su mano derecha sostenía un pañuelo de seda negra que destacaba sobre el gris de su vestido. Sonriendo, abrazó el cuadro y con cuidado lo trasladó hasta el otro extremo de la habitación, lo colocó sobre la cómoda y lo tapó con una de las sábanas que encontró en un cajón del mueble. Al regresar tropezó con la caja que la noche anterior, en su huida, había tirado al suelo, la cogió y se sentó en el sillón dispuesta a satisfacer su curiosidad.
Tres pañuelos de seda descansaban sobre un cuaderno de tapas nacaradas en las que se leía: “Diario de Daniela”. Entusiasmada por el hallazgo comenzó a hurgar en la vida de la difunta y así se fue enterando de las vicisitudes de aquella mujer que había pasado de las manos de unos padres cariñosos y protectores a las de un marido indigno que le había mantenido sumida en el terror a base de vejaciones y no pocas palizas. La mujer vivió la soledad más profunda ya que su hijo cerró los ojos y los oídos ante tanta brutalidad. A medida que avanzaban la fechas, los pensamientos de Daniela allí derramados iban cobrando tintes de locura y las últimas palabras escritas, fechadas el mismo día de su muerte, ponían los pelos de punta: “Tu esposo mío eres mi desgracia y mi perdición, de tu semilla sólo pudo nacer un hijo cobarde y consentidor, tu has sido mi tortura y serás mi muerte, por eso yo te maldigo, y maldigo todo lo que de ti proceda.”
Ni que decir tiene que Amalia guardó silencio y ella sola rumió todas aquellas frases que enturbiaban sus sentimientos hacia su marido. Una semana después, coincidiendo con el decimoquinto aniversario del fallecimiento Amalia depositó un ramo de flores sobre la tumba de Daniela. Félix le acompañó hasta la puerta pero se negó a entrar en el cementerio. Regresaban a casa cuando una ambulancia haciendo sonar la sirena les adelantó, un corro de gente parada ante la puerta de la verja les alertó y alarmados corrieron hasta la casa.
-¡Se ha tirado por la ventana! –Gritaba una mujer-. Yo lo he visto todo, estaba como loco. Ha salido a la ventana gritando y gesticulando como si luchara con alguien pero sólo se le veía a él. “Socorro” “No, no…” ha gritado y segundos después se ha lanzado al vacío. –la mujer sintiéndose el centro de atención lo contaba una y otra vez.
Allí, al borde del macizo de hortensias, yacía el cuerpo de Arturo, las piernas abiertas en un ángulo imposible, la posición de la cabeza delataba un cuello fracturado que, posiblemente, habría sido la causa de la muerte, su cuerpo aplastaba el brazo izquierdo mientras que el derecho, estirado, terminaba en un puño que apretaba un pañuelo de seda negra.
La policía constató que ni la puerta ni las ventanas habían sido forzadas y tras los reconocimientos pertinentes llegaron a la conclusión de que el viejo, en medio de un ataque de locura, se había suicidado. Félix, debatiéndose entre el dolor y la rabia, se deshizo de todas las pertenencias de su padre llegando a quemar cartas y fotografías.
Aquel suceso acortó el embarazo de Amalia quien cinco días después de enterrar a su suegro alumbró un sietemesino bebé que contribuyó a paliar tristezas y remordimientos. Pasaron los meses y Amalia recobró el entusiasmo por su estudio de pintura que con los acontecimientos acaecidos había quedado relegado al olvido. Ventiló bien la habitación y allí pasaba las tardes con su hijo manejando pinceles y pinturas con habilidad. Cierto día se fijó en el cuadro que permanecía oculto y pensó que aquel retrato sería la única imagen que su hijo tendría de sus antepasados, así que cogió al niño en brazos y acercándose a la cómoda retiró la sabana que lo cubría.
-Mira corazón, esta es tu abuela Daniela, échale un besito. –El niño se estremeció en sus brazos y comenzó a llorar-. Pero ¿por qué lloras? ¿Te has asustado? Mira tontaina que pelo más bonito tiene la abuela y los ojos negros y el vestido gris y un pañuelo… ¿rojo? ¡Jesús! yo juraría que ese pañuelo era negro –El niño, frenético, seguía llorando, así que Amalia pensó en adelantarle la hora del baño para que se calmara.
Y llegó el primer aniversario de la muerte de Arturo. Esta vez Félix se negó a visitar la tumba de sus padres, prefería, dijo, quedarse en casa acabando el caballito de madera que estaba construyendo para regalarle a su hijo dentro de cinco días. La tarde, serena, invitaba al paseo, por lo que deambularon un par de horas por el parque dejándose acariciar por el sol. Comenzaba a anochecer cuando emprendieron el camino del cementerio. A medida que se acercaban el pequeño comenzó a intranquilizarse y cuando llegaron la rabieta era tan monumental que Amalia no se atrevió a entrar, musitó una breve oración desde la puerta y decidió regresar a casa.
Al abrir la puerta un fuerte olor a gas le previno, dejó la sillita con el niño en el jardín y se lanzó al interior de la casa, llegó a la cocina y allí desplomado sobre los talones, con la boca retorcida como si buscara la última bocanada de aire puro y los ojos clavados en el pañuelo de seda roja que sostenía su mano derecha yacía su marido.
Esta vez la policía no dudó: Félix pretendió prepararse un té, llenó la tetera de agua, encendió el hornillo del gas y una mala ráfaga de aire lo apagó sin que el hombre, enfrascado en su trabajo, se diera cuenta. El tiempo hizo el resto.
Amalia decidió vender la casa, no podía seguir allí, los recuerdos le asaltaban día y noche y las habladurías de los vecinos le sacaban de quicio. Volvería a la ciudad y allí, junto con su hijo, emprendería un nuevo camino. Alquiló un pequeño apartamento, contactó con antiguos compañeros de la facultad y poco a poco fue normalizando su vida. Varios meses más tarde la inmobiliaria le dio la feliz noticia: una empresa constructora se había interesado por el caserón y si ella estaba de acuerdo el día trece podrían cerrar el trato.
-Vaya coincidencia –pensó-, el día trece, parece que todo en esta vida tiene que suceder el día trece. Iré, firmaré, recogeré las cuatro cosas que quedan y volveré lo antes posible.
La verja chirrió enmohecida, el jardín les recibió sombrío y húmedo, la hiedra se había adueñado de los muros de la casa como si aquel año de abandono hubiera durado una eternidad. Allí no quedaba nada más que el caballete, los oleos y los cuadros que había pintado durante su estancia en el pueblo. Entró en la caseta, recogió todas sus pertenencias y las fue depositando al lado de la verja entreabierta. Sólo cuando cogió el último cuadro volvió la cabeza hacia el retrato de Daniela y cómo la primera vez se sintió hipnotizada por aquella pálida mujer de cabellos oscuros cuya serena belleza cobraba fuerza en unos ojos negros que invitaban a perderse en ellos y que en su mano derecha sostenía un pañuelo de seda blanca que destacaba sobre el gris de su vestido.
Horrorizada salió al jardín gritando el nombre de su hijo que sonriente se disponía a cruzar la carretera llevando en su mano derecha un pañuelo blanco.
María José Ardanaz
Las Arenas, 14 de Febrero de 2005