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MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE

El tren de las 7,45

          Tal y como ocurría todos los días el metro de las 7,45 iría de bote en bote.  En el andén se percibía un creciente nerviosismo, era la segunda estación del recorrido y los pasajeros sabían que las posibilidades de viajar sentados eran escasas. A medida que se aproximaba la llegada del tren, los cotidianos sufridores escogieron los lugares más estratégicos para el abordaje. Justo  en el momento en que el atronador rugido invadió la estación se produjo la habitual metamorfosis: hombres y mujeres tensaron sus músculos, crisparon sus rostros, blandieron todo tipo de armas ofensivas: bolsos, paraguas, portafolios y se enzarzaron en una vorágine de empujones, codazos y pisotones, eso si, propinados con educación y mucho disimulo. Todos querían entrar los primeros para conseguir alguno de los asientos desocupados.

 

Los vencedores tomaron posesión de sus tronos, los siguientes  procuraron  colocarse en el pasillo que separa  las dos filas de asientos, sus vigilantes ojos escudriñaban todo movimiento que delatara una futura plaza vacante, mientras que  los menos afortunados se acomodaron  en las cada vez más atiborradas plataformas.

 

            En la sexta estación la apretura se convirtió en hacinamiento, en el vagón no cabía ni un cuerpo más.  Las puertas emitieron su acostumbrado pi, pi, pi… se cerraron y la máquina arrancó suavemente.  De repente un brusco frenazo zarandeó a los pasajeros, el tren se paró y la luz se apagó al mismo tiempo que la música ambiental enmudecía.

 

            -Joder, vaya pisotón -bramó una voz enronquecida por el dolor.

 

            -Disculpe señor,  no he podido sujetarme. ¿Le he hecho mucho daño?-

 

            -No, que va, sólo me ha clavado  dos centímetros de tacón en mitad del empeine, ¿daño dice?  No pregunte estupideces-

 

            -Oiga, tenga más educación- terció  una voz de tintes añejos –la muchacha le ha pedido disculpas, no hay porque ser tan grosero…-

 

            -Cantó la vieja- masculló malhumorado el pisoteado viajero.

 

            Diálogos similares, provistos de más o menos urbanidad, se cruzaron en el vagón.

 

            A medida que transcurría el tiempo se fueron alzando un sinnúmero de voces que saetearon la impenetrable oscuridad con una descarga de preguntas, exabruptos y  exclamaciones: -¿Qué habrá pasado?”, “Dios mío, ¿cuanto tiempo estaremos parados?”, “Mecagüen  la mar esto me pasa por imbécil, tenía que haber cogido el coche”, “Oiga señora, me está achicharrando con su paraguas, póngalo en otro sitio”, “Estos del metro son la leche, seguro que se quedan tan anchos y no nos dan ninguna explicación”,  “Señores, señores, un poquito de calma…”  etc. etc. etc.  El llanto de un niño vino a reforzar el monumental guirigay hasta que, como bálsamo llovido del cielo, la luz de seguridad enmudeció la escena.   Los semblantes iluminados bien podían componer   un catálogo de emociones: nerviosismo, irritación, histerismo, ira, preocupación, enfado, temor…  Segundos después una voz impersonal se filtró por los  agujeritos concéntricos practicados en el techo del vagón. “Señoras y señores, les comunicamos que, por causas técnicas, debemos permanecer detenidos hasta nuevo aviso.  Rogamos permanezcan tranquilos en sus puestos.  Agradecemos su colaboración”.

 

            Pasaron cuarenta y cinco minutos y el “nuevo aviso” no llegaba, las quejas de los viajeros se aunaban formando tal barahúnda que no había hijo de madre que se entendiera.  Y de repente un potente y desgarrador silbido cruzó el aire lacerando hasta el tímpano más enmohecido, seguido de un potente y descarado grito.

 

            -¡A callarse, coño!-

 

            Todas las miradas se dirigieron hacia la atiborrada plataforma tratando de descubrir al autor de tamaño disparate.  Allí, encaramado en su abultada mochila, un hombre de mediana edad, con aspecto de hippie  trasnochado, trataba de hacerse escuchar.

 

            -Bueno, creo que esto va para largo, así que ya va siendo hora de que los que están sentados cedan el sitio a los demás-

 

            La reacción general fue de estupor pero poco a poco fue variando según la posición de los afectados: Los sufridores, ya con los pies reventados, dejaron asomar una mueca esperanzada y rebulleron impacientes. Los afortunados se interesaron vivamente por la negrura que reinaba al otro lado del cristal de la ventanilla mientras afianzaban sus culos en el asiento.

 

          -¿Que pasa, es que no se me escucha?- Insistió el hombre haciendo verdaderos equilibrios por mantenerse en su improvisado podio-  Digo que los que llevan todo el rato sentados nos dejen el sitio a los demás, que llevamos una hora de pié y todos hemos pagado el mismo dinero por el billete-

 

          -Tiene razón, yo estoy hecha polvo-  aventuró una acicalada señorita mientras propinaba un disimulado empujón al muchacho de su derecha con el fin de aproximarse a uno de los asientos.

 

          -Me parece una buena idea- Corroboró el empujado abriendo los codos a modo de alerones obstaculizadores.

 

          Un joven con pinta de pasota  fue el primero en reaccionar -Me parece muy bien, pueden sentarse aquí-  dijo al mismo tiempo que se levantaba. Su gesto fue imitado por algún que otro solidario.

 

          Y entonces llegó el caos, todos se sentían con derecho a ocupar las poltronas y para conseguirlo esgrimían  los más pintiparados argumentos:

 

          -Permítanme, estoy totalmente mareada” musitó una muchacha poniendo ojos de perinola. 

 

         -Anda bonita, que eso no cuela.  Yo he llegado antes y tengo más derecho que tú- replicó un ejecutivo engominado hasta las cejas.

 

          -Señores, señores, educación- Suplicó una enjoyada sesentona - Yo creo que las personas de más edad debemos ser las primeras en descansar.

 

          -Pues no es lista la vieja- susurró un estudiante a su compañero mientras aplastaba con  su mochila al furibundo pisoteado

 

          Los infructuosos argumentos dieron paso a la acción: patadas, empujones zarandeos… todo era válido con tal de hacerse con uno de los codiciados asientos.  Varias personas, no dispuestas a ceder su posición, fueron izadas por las solapas y sacadas a la fuerza a la mitad del pasillo, otras se encontraron con unas posaderas en su regazo.  Los más aguerridos de los que viajaban en las plataformas trataban de acercarse al botín dejando a su paso  un reguero de magullados que acobardados se replegaban hacia las paredes. El pseudohippie se acurrucaba  en un rincón aplastado por el peso de su propia idea.

 

          Tal era el fragor de la batalla que nadie reparó en que el tren había reemprendido  su marcha hasta que la conocida vocecilla anunció: “Din don, próxima estación Brunete, enlace con línea dos”  Los pasajeros se quedaron boquiabiertos, los avasalladores soltaron sus presas y se sacudieron las manos, los atropellados recolocaron sus vestiduras y atusaron sus cabellos,  y todos recompusieron sus rostros. Una ráfaga de vergüenza recorrió el vagón humillando las miradas

 

          -Perdón señor, ¿me permite pasar? Esta es mi parada-

 

          -No faltaría más, que tenga Vd. un buen día-

 

 

María José Ardanaz

Las Arenas, 21 de Noviembre de 2004

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