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MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE

La finca

          Tras mucho buscar y rebuscar en mi interior he llegado a la conclusión de que no existe ningún          “ primer recuerdo” de la finca.  Es algo que está ahí como las manos o los pies, desde siempre, algo tan consustancial con mi persona que no ha dejado una primera huella.  Resulta extraño porque que cuando llegué allí ya tenía tres años.

 

          La finca.  Así denominábamos al terreno que la hermana de mi abuela materna y su marido tenían en Orduña, en él habían construido dos casas tan alejadas una de otra como sus lindes lo permitían.

 

          Mi traslado a Orduña, al igual que ocurre con todos los asuntos importantes de la vida, fue determinado por puro azar; tras el acuerdo de trabajo y compañía al que llegaron mis tíos y mis abuelos sucedieron unas fiebre reumáticas que atacaron mi salud provocando que, tras largas deliberaciones entre los médicos y mis padres, se decidiera que un cambio de clima sería beneficioso y aceleraría la recuperación.

 

          Y de esta forma me convertí en la hija única  de las dos personas que con más amor recuerdo, que guiaron mi infancia, mi adolescencia y mi juventud con suave firmeza, con tolerante disciplina, regalándome un profundo y desinteresado cariño desprovisto de toda afectación.

 

          La finca era mi reino.  Inicialmente mi propio temor limitaba mis pasos a pocos metros de la casa más poco a poco fui alargando mis escapadas hasta adueñarme de cada rincón por más apartado y prohibido que estuviera.

 

          Las casas se unían por un ancho camino de piedritas rosas, doradas, nacaradas, coralinas, un río de colores en el que yo rebuscaba y momentáneamente atesoraba las más brillantes para después soltarlas al otro extremo del camino.

 

          En la orilla izquierda se emplazaba el gallinero con sus dos partes bien diferenciadas: un habitáculo cerrado con los ponederos al fondo y unos palos atravesados de lado a lado encargados de sostener el sueño de las gallinas y   una zona descubierta en la que se sucedían los comederos y bebederos.  Una pequeña puerta practicada en la tapia de piedra garantizaba a las gallinas la frescura de las verdes campas que rodeaban la plaza de toros y de las que se enseñoreaban hasta que el sol empezaba a declinar.

 

          Adosada al gallinero estaba la caseta de la “Loba”, aquella perra pastor alemán, con su cara picada por las abejas, más vieja que carracuca a la que enseñe a darme la patita entre otras zalamerías.

 

          Seguían unas colmenas que pronto desaparecieron, después de que las abejas se revelaron y, además de marcar a la “loba”, clavaron sus aguijones en la cabeza de mi hermana y a mi tía le pusieron como a  un “papau”.

 

          Los patos no me gustaban, además de ruidosos eran sucios y el agua de su estanque, por mucho que se renovara,  siempre olía mal.  Seguía la sementera acristalada y rezumante de vaho en donde mi abuelo cultivaba esquejes que posteriormente trasplantaba a las pequeñas piezas de tierra que jalonaban la margen derecha del camino: calabazas, calabacines, melones, pepinos, pimientos, tomates, lechugas, coliflores, berzas, zanahorias… arropadas por piezas más grandes en las que se cultivaban patatas, maíz y trigo.

 

          Caminos de fresca hierba ribeteados de fresas, flores y frutales surcaban toda la extensión de la finca hasta llegar a la zona de recreo en la que los columpios me aguardaban.

 

          Mi reino de niñez se completaba con un estanque rodeado de sauces llorones en el centro del cual un niño de bronce vertía agua desde la boca del pez que sostenía entre las manos.  En el estanque nadaban peces de diferentes colores y algún que otro zapaburu.

 

          Y al final  la casa grande con su entorno señorial, parterres bien dispuestos, pérgola de jazmines y madreselva, terraza con sillones de paja y balancines.  Rosas, rosas y más rosas aromatizaban los atardeceres mientras grandes coníferas custodiaban la entrada.

 

          El perímetro de la finca se delimitaba por una doble hilera de parras en donde maduraban apretados racimos de uva roja y verde que nos aseguraban la anual fiesta del txacolí.

 

          En el centro de la finca se alzaba el único punto prohibido, el palomar: una alta torre que albergaba en sus entrañas un profundo pozo de aguas frescas y en su cima la morada de las palomas a la que se accedía por una empinada escalera de madera.  Tanto el pozo como la escalera eran los responsables de la prohibición  y además de la tapa de hierro con candado que cubría el pozo y la llave de 10 cm. que cerraba la puerta del palomar existía un tercer elemento disuasorio: a los pies del palomar se encontraba la caseta del “Dick” un  pastor alemán, hijo de la “Loba”, de genio vivo y ladrido bronco que sin pretenderlo me atemorizaba.

 

          La finca: mi reino de infancia que hoy habita en  las ensoñaciones de mi madurez.

 

 

María José Ardanaz

Las Arenas, 11 de Marzo del 2002

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