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MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE

La historia se repite

           Eran las siete y veinticinco, cuando Ramón, harto de aguantar a las histéricas que durante toda la tarde habían abarrotado el establecimiento, deslizó el cerrojo dando por finalizada la jornada.  Tratando de contener un bostezo, sonrió a la última indecisa y haciendo gala de una paciencia infinita, labrada tras muchos años de profesión,  logró convencerla de que la faja de ballenas estilizaría su figura mucho más que la tubular.

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            -¡Rebajas, rebajas! –rumió- detesto las rebajas y a toda esta caterva de gordas tratando de embutirse en las tallas más pequeñas. 

 

            Ya llevaba veintidós años trabajando en la corsetería pero nunca le había gustado.  El siempre quiso trabajar en un banco, desde pequeño se veía a si mismo detrás de un mostrador acariciando fajos y fajos  de billetes nuevos y crujientes.  Decidido comenzó a preparar las oposiciones dedicando al estudio todas las horas del día y alguna de la noche.   Pero un día  Diego, su hermano pequeño, tras una tortuosa discusión con la madre, exigió su parte de la herencia, y salió de la casa llevándose en la maleta todos los sueños de juventud de Ramón que a partir de aquel día se vio obligado a apechugar con  el negocio familiar.

           

            Metió la llave en la cerradura y entró en el recibidor –Que raro –pensó- mamá se ha dejado todas las luces encendidas ¡con lo roñosa que es! -.Pensó alarmado que algo podía haber sucedido, pero se tranquilizó al ver que su madre, alborozada, salía a recibirle.

 

            -Ramón, que alegría, es que ni te lo imaginas –sus ojos brillantes delataban anteriores lágrimas-, tanto rezar, tanto rezar y por fin Dios me ha escuchado –impaciente tiró de la mano de su hijo-. Ven,  verás quién ha venido.

 

            Arrastrado por su madre entró en el salón y un sentimiento de sorpresa, rabia y curiosidad le invadió. Allí, sentado en el sofá, un Diego consumido y desgreñado le sonreía.  –Hermano, he vuelto –torpemente se abalanzó sobre él y comenzó a llorar –he vuelto, he vuelto-

 

            La madre conmovida abrazó al hijo pequeño y entre mimos y caricias le condujo al sofá al tiempo que  llamaba -¡Paquita!  Aligere con la cena que los invitados ya  estarán a punto de llegar -.Y volviéndose a Ramón continuó- Hijo, he invitado a cenar a toda la familia, Hoy es un gran día y hay que celebrarlo.  Mañana nos ocuparemos de todo lo demás.

 

            ¡Todo lo demás!, nadie podría suponer que esa frase tan pequeña encerrara tanto agasajo, tanto derroche, tantos cuidados, tantas atenciones… Ramón, malhumorado, procuraba escaparse de casa a primeras horas de la mañana y con la disculpa de las rebajas no regresaba hasta bien entrada la noche.   En la soledad de la tienda rumiaba su odio: “Ahora vuelves, tras veintidós años te presentas como si no hubiera pasado nada.  ¿Tu que te has creído, que puedes venir a quitarme lo que con tanto sacrificio he conseguido?  Por tu culpa dejé de estudiar, dejé de soñar.  Tú me arrebataste mi sueño y ahora te presentas con ese aspecto de niño desvalido para quitarme el cariño de mi madre”

 

            “Sí, mi madre, que no la tuya, esa madre a la que abandonaste e ignoraste durante tantos años,  a la que yo, con mi esfuerzo y mi renuncia, he cuidado y he protegido procurando que no le faltara de nada. Una madre que ahora vuelca sobre ti todos los besos acumulados en tu ausencia.  Mi presencia no fue merecedora de tanto mimo  Tú ya te llevaste tu parte ¿Qué quieres ahora?    Todos los parientes celebran tu regreso, te obsequian, te agasajan y te dan todo aquello que a mí nunca me dieron por el solo hecho de haber estado siempre aquí…”

 

            Tras varias semanas de cuidados, Diego comenzó a sentirse fuerte, su vida no había sido fácil, impulsado por la insensatez de la juventud dilapidó toda su herencia en poco tiempo, se arrastró como pudo entre diferentes negocios, cada uno más ruinoso que el anterior  y llegó a codearse  con la flor y nata de la mendicidad.  Enfermo y avergonzado reunió el valor suficiente para regresar al hogar buscando el amparo de una madre que no le defraudaría y de un hermano héroe de su niñez.

 

            Aquella mañana Ramón se levantó tarde, era domingo y no tenía otra forma de evitar la presencia de Diego.  Se disponía a leer el periódico cuando su madre entró en el salón –Hijo tenemos que hablar –le rozó la frente con los labios-, se trata de Diego, ya está bastante restablecido y creo que ha llegado el momento de buscarle una ocupación.  He decidido que, a partir del día uno, empezará a trabajar en la corsetería-.  La madre siguió hablando y hablando, y mientras construía  planes para su hijo pequeño Ramón desatendiendo la perorata materna, comenzó a elaborar sus propios planes.

 

            El día uno Ramón se levantó temprano, se aseó con esmero y esperó pacientemente a que su madre preparara el desayuno.  –Buenos días hijo, ¿qué tal has dormido?

 

            -Perfectamente.  Siéntate madre, tenemos que hablar –y le entregó un abultado portafolios.        La mujer se sentó en el sofá, levantó la cabeza y clavó en su hijo unos ojos interrogantes y confiados que fueron apagándose a la misma velocidad que la voz de su hijo se encendía derramando una  tromba  de quejas y acusaciones  que ella jamás había sospechado.  Las últimas palabras de Ramón, trajeron a su memoria un recuerdo ya lejano –Madre, quiero mi parte de la herencia. En esa carpeta tienes las cuentas claras, he descontado la parte que me corresponde del negocio así como los beneficios conseguidos todos estos años.  No me llevo nada más de lo que por ley me corresponde, tal vez con un poco de mala suerte nos volvamos a ver dentro de veintidós años.

 

 

María José Ardanaz

Las Arenas, 1 de Febrero de 2005

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