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MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE

Riete Toni, riete

I

 

          Aún no eran las ocho cuando sobresaltada me desperté, salté de la cama, corrí a la cocina y girando como un torbellino alrededor de mi abuela comencé a gritar.

 

           -Abuela, ¿hoy es la fiesta? ¿Hoy vienen los toreros? El abuelo dijo que me iba a llevar a los toros. ¿Es hoy verdad?-las preguntas se embarullaban en mi cabeza y quería soltarlas todas a la vez-¿A que hora es la corrida? ¡jo abuela, que bien! Y la verbena, ¿me vas a dejar ir a la verbena?

 

           -Calla, “mocoliqui”, dame un beso y tengamos la fiesta en paz -contestó mientras trajinaba delante del fuego- Pues si que te has levantado nerviosa.  Anda siéntate y desayuna.

 

           Sobre el mantel azul y blanco un humeante tazón de porcelana, una mantequillera repleta de nata recién batida y una gruesa rebanada de pan blanco me estaban  esperando.  El ambiente cálido de la cocina delataba el madrugón sufrido por la mujer  quién, después de encender el fuego había horneado el “brazo de gitano” que iba a servir de postre a la opípara comida que ya había empezado a cocinar.

 

          -Ya está, ya he terminado- Desconfiada,  se giró y no pudo disimular una sonrisa al verme con los carrillos hinchados y un hermoso bigote blanco que me subía hasta la nariz.

 

          -Pero hija, que loca eres, un poco más y te atragantas.  Recoge tu cuarto y luego te bañas, pero bien ¿eh? que no se te olviden las orejas como casi siempre.

 

          Cumplí con todas mis obligaciones y salí de casa, sólo tenia que atravesar la cancela de la finca para encontrarme pisando la campa de jugosa y verde hierba en la que se asentaba  la Plaza de Toros, rodeé sus centenarios muros de musgo y piedra y observé como una lagartija, desafiando la ley de la gravedad, serpenteaba pared arriba y al llegar a lo mas alto me miró burlona.

 

          -No me das envidia- le dije – yo también voy a ir a los toros y además  voy a estrenar un vestido rojo.

 

II

          Mi mano derecha blandía las dos entradas rosas con letras negras en las que se indicaba “Tendido de sombra fila 3” mientras que la izquierda era firmemente asida por la poderosa mano de mi abuelo quien un momento antes me había advertido –Cuando llegues a la puerta le das las entradas al portero y luego guarda bien los trozos  que te devuelva para que te sirvan de recuerdo-

 

          Ocupamos nuestra localidad después de lo que me pareció un interminable recorrido ralentizado por saludos y besamanos.

 

          ¡Que espectáculo! Las gradas vibraban en su colorido, Enfrente el sol reverberaba en  las camisas blancas de los mozos que invadidos por una inexplicable alegría se pasaban la bota mientras se daban amistosas palmadas en la espalda, en el tendido de sombra predominaban caballeros con trajes claros, en su rostro lucían una bobalicona sonrisa que el vino y la felicidad habían pintado en su cara. En el aire bailaba una casi imperceptible neblina procedente de los humeantes  cigarros puros que los hombres sostenían en su mano y de vez en cuando chupaban con deleite.

 

          Y que decir de las mujeres, todas ellas se habían engalanado con sus mejores prendas, En las localidades de sol los floreados vestidos competían con los geranios y claveles que las muchachas habían prendido en su pelo y estos a su vez trataban de superar la intensidad del brillante carmín que dibujaba sus labios, aromas a Myrurgia  en sus distintas especialidades: Tabú. Maja, Goya,  calentaban el ambiente.  En sombra las lisas sedas de tamizados colores imponían su elegancia., fastuosos mantones de Manila descansaban sobre los hombros de las divinas que a lo sumo se habían permitido prender un pequeño jazmín en su cabello, la sutileza de Dior y Rochas predominaba y cosquilleante invadía mi nariz.

 

          El espectáculo comenzó, sonaron los clarines, los toreros se santiguaron y arrogantes comenzaron su paseillo hasta el palco presidencial en donde el blanco panamá del alcalde correspondió al saludo que las negras monteras le enviaron.  El sol chocaba contra las lentejuelas, las piedras y los alarmes de los bordados trajes y rebotaba convertido en mil destellos de colores, verde lechuga y oro, rojo sangre y oro, azul pavo real y plata…

 

          Se abrió el toril y salió la fiera, un hermoso novillo negro zaino cruzó la arena como una exhalación, dio dos vueltas al ruedo amagando en los burladeros y se enseñoreó en los centros.  Mis ojos infantiles, deslumbrados por tanta belleza, se abrían desmesuradamente sin darse la tregua de un solo parpadeo. El torero  citó desde los tercios, el toro se arrancó y se fundieron en una perfecta verónica que hizo vibrar a toda la plaza, el toro repitió, una, dos, tres veces hasta que el lance fue rematado con media verónica ceñida a la cadera, escalofriante y mágica que engendró en lo mas profundo de las gargantas un “ole” ronco y complacido.

 

         De pronto, sin saber como ni por que, irrumpió en mitad de la arena mi compañero de juegos, el Toni, el pequeño perrillo ratonero, hijo de mil razas, que día a día me acompañaba.  Se plantó a cierta distancia y comenzó a ladrar como un poseso, tras unos segundos de desconcierto el novillo se arrancó agigantándose a medida que se iba acercando al perro quien, con inusitada maestría, dio un quiebro, esquivó a la fiera y trató de morderle las patas.

 

          El brazo de mi abuelo atenazó mis hombros con firmeza, conocía mis reacciones y me sujetó.  Yo estaba  aterrorizada, quería llamar al Toni  pero el pánico me había secado la garganta y mis ojos que desprovistos de toda lágrima y  doloridos se clavaban en la escena.

 

          No entendía nada, la gente había enloquecido, los hombres puestos de pié celebraban los lances entre el perro y el toro con grandes risotadas que ensalivaban las pestilentes chimeneas que salían de su boca y dejaban caer un reguero de baba por sus repugnantes comisuras; las mujeres convertidas en viejas brujas pintarrajeadas, se doblaban por la cintura al compás de las carcajadas, mientras sus fofos brazos se agitaban y golpeaban los muslos.   Sólo un brazo se mantenía firme y era el de mi abuelo que me guiaba fuera de la plaza.  Aún alcancé a ver como un payaso vestido de azul y plata encajó una patada en los cuartos traseros de mi perro lanzándolo por los aires y a oír unos aullidos que se fueron  perdiendo en la distancia.

 

III

          Al atardecer los sones de la verbena llegaban hasta la finca y mientras mis primas mayores bailaban con los toreros el Toni y yo celebrábamos nuestra fiesta particular.  Sentada en el descansillo de la escalera abrazaba al perro una y mil veces diciéndole  –Riete Toni, riete- y el perrillo una y mil veces engolfaba sus ojillos y me enseñaba los dientes.  A la luz de los fuegos artificiales rompí las dos entradas en diminutos pedacitos e improvisé un puñado de confeti que eché por encima de nuestras cabezas dando por concluida la fiesta.

 

 

 

María José Ardanaz

Las Arenas, 29 de Marzo de 2004

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