MARIA JOSE ARDANAZ
ESTUDIO DE ARTE





MARIA JOSE ARDANAZ ESTUDIO DE ARTE
Saludando al nuevo siglo
Es sabido que las fiestas Navideñas además de trastocar el espíritu convirtiéndonos durante catorce días en seres amables, risueños, comunicativos, tolerantes y comprometidos, también operan cambios de orden físico, ¿Quién no ha sufrido esos kilitos de más que aún por mayo amargan nuestros postres? ¿Quién no ha padecido esos pequeños accidentes producidos por los petardos, los abridores de ostras o las patas de centollo, dejándonos un ojo a la virulé, alguna mano perforada o los dedos parcheados?
Pues bien, mi historia no hace referencia a ninguna de estas alteraciones, sino a otras tan sutiles que el ojo humano no las percibe hasta que llega la hecatombe, me me estoy refiriendo a los trastornos orgánicos: dolores de cabeza tras leves resacas, pesadas digestiones que apisonan los estómagos más parcos, repentinas colitis, que nos arrancan de cotillones y saraos. Una historia que, a los postres de la cena de Nochevieja, alguno de mis invitados, iluminado por alguna copita de más, siente la necesidad de relatar para regocijo de la concurrencia y mi oprobio personal.
Cómo todas las Navidades aquella de 1999 había estado repleta de excesos, comidas y cenas colmadas de manjares que bien nos podrían haber alimentado durante todo el mes de enero. Y claro, como un día es un día, fui atiborrándome de todo aquello que me tentaba sin reparar en que el desalojo intestinal no concordaba con la ingesta de alimentos. Ya por el día treinta comencé a notar cierta pesadez abdominal que, en principio, achaqué a una mala digestión, así que, ni corto ni perezoso, me preparé una manzanilla precedida de un buen lingotazo de bicarbonato. Tras un satisfactorio eructo me dispuse a disfrutar de una siesta que, con un poco de suerte, bien podría enlazar con el telediario de las nueve.
La corriente del río lamía mis rodillas mientras yo, caña en ristre, lanzaba y recogía el sedal una y otra vez haciendo bailar la mosca. En el preciso momento en que sentí el tirón tan esperado, un retortijón agudo y prolongado me sacó de mi sueño y lo que prometía ser una tarde relajada se convirtió en una sucesión de infructuosas idas y venidas al cuarto de baño acompañadas todas ellas de mareos y sudores. Allí, entronado, realicé unos cálculos aproximados cuyo resultado fue que llevaba cuatro días sin evacuar. Mi mujer, solícita, preparó tisanas que no consiguieron otra cosa que fomentar aquellos achuchones dolorosos sin que llegara el final feliz. Ya por la noche, con la esperanza puesta en el tazón de compota de ciruela que me acababa de tragar, me acosté hecho un guiñapo.
El último día del año amaneció frío, las nubes trataban de tapar todo resquicio por donde pudiera filtrarse cualquier rayo de luz, creando un clima opresivo que presagiaba tormenta. Los retortijones de tripas se espaciaron y en su lugar un insistente dolor fue adueñándose de todo el abdomen. Hinchado y dolorido engullí el matinal tazón de compota que Matilde me había preparado.
-Ernesto, no puedes seguir así- dijo compasiva –ya se que no te gusta nada pero tendrás que ponerte un supositorio-
¡Dios! ¡Ya lo dijo! Yo sabía que tenía razón, pero un supositorio… ¡que horror! Cariacontecido procedí a la operación y los efectos no tardaron en producirse, la zona exacerbada replicó con un ataque de escozor a la vez que trataba de repeler el misil enemigo. Apretando a conciencia el esfínter anal, traté de contener el embate dando varias vueltas a la mesa del comedor, pues ya se sabe que, en estos casos, el movimiento es una buena defensa. Vencido me senté en el inodoro dando vía libre a un chorrito de glicerina y algún que otro gas que, agonizante, huía en busca de la libertad. Pero nada más, el grueso del ejército permaneció atrincherado.
Tras el segundo tazón de compota del día e intranquilo ante la próxima aparición de los invitados, decidí atacar de nuevo y sin vacilar me endilgué un nuevo zeppelín que en menos de diez minutos fue repelido con efectos similares. -¡Estos supositorios son una mierda!- grité irritado estampando la caja contra la puerta de la cocina. Matilde, generosa, secó sus manos en el delantal, recogió el envase y se entretuvo en su lectura, concediéndome el tiempo necesario para que me calmara.
-Pero Ernesto, si estos supositorios están caducados desde hace más de un año- Alarmada corrió al teléfono –será mejor que llamemos ahora mismo a urgencias-
Un pinchazo atravesó mi vientre con tal intensidad que tuve que agarrarme al dintel para no caer desfallecido –Nada de llamar a urgencias- musité –llama a un taxi que yo me voy para el hospital-
El ingreso en observación fue inmediato, el doctor, tras palpar mi abultado vientre, recetó un enema urgente. La enfermera, todo sonrisas, me proporcionó una de esas batas de erótico diseño que dejan entrever las posaderas y tras aleccionarme sobre la postura ideal, mantuvo enchufada la cánula el tiempo suficiente para que el Amazonas desembocara en mi recto. Aquello se convirtió en un toma y daca, ella llenaba y yo vaciaba a la misma velocidad, sin conseguir el resultado deseado.
El médico, alarmado ante una posible peritonitis, decidió que se me efectuara una exploración concienzuda para evaluar la conveniencia de una intervención quirúrgica. Agotado y al borde del desfallecimiento fui trasladado al quirófano y colocado sobre la mesa de operaciones en tal posición que bien podía simular un cañón preparado para dar la bienvenida al nuevo año.
El ayudante, después de sujetarme ambos tobillos y retirar la ventilada bata, comenzó a introducirme un canuto por el mismísimo culo para facilitar la exploración. Ante tan despiadada afrenta, todo mi organismo se reveló: la piel vertió chorros de sudor, de la boca manó un hilillo de baba que fue a confluir con el reguero de lágrimas que los ojos derramaban, los dientes chirriaron, pies y manos, indefensos, arañaron hasta sacar chispas de la camilla y tras un rugido amenazante y siniestro entro en funcionamiento la maquinaria intestinal dando paso a la apoteosis final que coincidió con la última campanada de las 12 de la noche del 31 de diciembre de 1999.
Matilde, complaciente, compuso con esmero la bandeja del desayuno sin olvidar el detalle de una flor y el periódico local. Ya con el ánimo relajado y la esperanza puesta en un nuevo siglo, abrí el periódico y al llegar a la página de sucesos leí horrorizado: “Sanitario herido de un taponazo, tempestad de mierda en el quirófano…”
María José Ardanaz
Las Arenas, 26 de enero de 2005